El desprecio de los débiles puede esconderse en formas populistas, que los utilizan demagógicamente para sus fines, o en formas liberales al servicio de los intereses económicos de los poderosos. En ambos casos se advierte la dificultad para pensar un mundo abierto que tenga lugar para todos, que incorpore a los más débiles y que respete las diversas culturas.

En los últimos años la expresión populismo o populista ha invadido los medios de comunicación y el lenguaje en general al punto de pretender clasificar a todas las personas, agrupaciones, sociedades y gobiernos a partir de una división binaria: populista o no populista.

Los grupos populistas cerrados desfiguran la palabra pueblo, puesto que en realidad no hablan de un verdadero pueblo.

Otra expresión de la degradación de un liderazgo popular es el inmediatismo: se responde a exigencias populares en orden a garantizarse votos o aprobación.

La Iglesia Católica enseña que lo verdaderamente popular —porque promueve el bien del pueblo— es asegurar a todos y todas la posibilidad de hacer brotar las semillas que Dios ha puesto en cada uno, sus capacidades, su iniciativa, sus fuerzas, lo cual también abarca la dimensión del trabajo (de uno digno).

La categoría de pueblo, que incorpora una valoración positiva de los lazos comunitarios y culturales, suele ser rechazada por las visiones liberales individualistas, donde la sociedad es considerada una mera suma de intereses que coexisten. Estas partes hablan de respeto a las libertades, pero sin la raíz de una narrativa común que integre al conjunto de la humanidad.

El mercado por sí solo no resuelve todo, aunque una y otra vez se quiera imponer esta idea como un dogma de fe liberal y capitalista. Se trata de un pensamiento pobre y repetitivo que propone siempre las mismas recetas frente a cualquier desafío que se presente.

El neoliberalismo se reproduce a sí mismo sin más, acudiendo al mágico derrame o goteo —sin nombrarlo— como único camino para resolver los problemas sociales.

En ciertas visiones economicistas cerradas y monocromáticas no parecen tener lugar, por ejemplo, los movimientos populares que aglutinan a desocupados, trabajadores precarios e informales y a tantos otros que no entran fácilmente en los cauces ya establecidos.

En realidad, estos movimientos gestan variadas formas de economía popular y de producción comunitaria. La Iglesia Católica proclama que hay que tener la valentía de reconocer que sin estos grupos la democracia se atrofia y pierde representatividad porque deja afuera al pueblo en su lucha cotidiana por la dignidad, en la construcción de su destino.

La crisis financiera de 2007-2008 fue la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia. Pero no hubo una reacción que llevara a repensar los criterios obsoletos que siguen rigiendo al mundo.

Las verdaderas estrategias que se desarrollaron posteriormente en el mundo se orientaron a más individualismo, a más desintegración, a más libertad para los verdaderos poderosos que siempre encuentran la manera de salir indemnes.

El siglo XXI ha traído consigo un debilitamiento de poder de los Estados nacionales, de los países, sobre todo porque la dimensión económico-financiera, de características transnacionales, tiende a predominar sobre la política.

En este contexto se vuelve indispensable la maduración de instituciones internacionales más fuertes y eficazmente organizadas, con autoridades designadas equitativamente por acuerdo entre los gobiernos nacionales, y dotadas de poder para sancionar. Es necesaria una reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones.

Hacen falta valentía y generosidad en orden a establecer libremente determinados objetivos comunes y asegurar el cumplimiento en todo el mundo de algunas normas básicas.

Para muchos la política hoy es una mala palabra. Pero la Iglesia Católica se pregunta: ¿puede haber un camino eficaz hacia la fraternidad universal y la paz social sin una buena política? La política no debe someterse a la economía y esta no debe someterse a los dictámenes y al paradigma eficientista de la tecnocracia.

La humanidad necesita una política que piense con visión amplia y que lleve adelante un replanteo integral, incorporando en un diálogo interdisciplinario los diversos aspectos de la crisis.

Reconocer a cada ser humano como un hermano o una hermana y buscar una amistad social que integre a todos no son meras utopías. Exigen la decisión y la capacidad para encontrar los caminos eficaces que las hagan realmente posibles. Implican la existencia y el cultivo de la caridad política. Al mismo tiempo que desarrolla esta actividad incansable, toda figura política también es un ser humano. Está llamado a vivir el amor en sus relaciones interpersonales cotidianas.

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