La Iglesia Católica enseña que la familia, entendida como matrimonio cristiano, constituye una Iglesia doméstica donde se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso y el culto por medio de la oración, entre otras muchas cosas.
El individualismo desvirtúa los vínculos familiares y acaba por considerar a cada componente de la familia como una isla, como un sujeto que se construye a sí mismo según sus propios deseos asumidos con carácter absoluto.
Las tensiones inducidas por una cultura individualista exagerada de la posesión y del disfrute generan dentro de las familias dinámicas de intolerancia y agresividad. Para muchas personas, la familia se convierte en un lugar de paso al que se acude cuando parece conveniente para sí mismas o donde van a reclamar derechos, mientras los vínculos quedan abandonados a la precariedad de los deseos y las circunstancias.
La Iglesia Católica dice que no se debe renunciar a proponer el matrimonio, aunque hiera sensibilidades o pase de moda porque se estaría privando al mundo de los valores sociales que las personas bautizadas pueden y deben aportar.
Existe una cultura tal que empuja a gran parte de la juventud a no poder formar una familia por verse privada de oportunidades de futuro. Y, simultáneamente, esa misma cultura concede tantas oportunidades a otra parte de la juventud que también esta se ve disuadida de formar una familia.
En el mundo actual reina una cultura de lo provisorio. La Iglesia enseña que es una ilusión ficticia y que creer que nada puede ser definitivo es un engaño y una mentira, indicando a su vez que la apuesta decidida por formar un vínculo estable en el tiempo resulta revolucionario.