La Iglesia Católica enseña que separar la fe y la vida diaria como si estuvieran divorciados es uno de los más graves errores de nuestra época.

La cultura debe constituir un campo privilegiado de presencia y de compromiso para la Iglesia y para cada uno de los cristianos y cristianas. Dice la Iglesia que se ha de promover una cultura social y política inspirada en el Evangelio.

Si una cultura se encierra en sí misma y rechaza cualquier cambio puede volverse estéril y encaminarse a la decadencia. La cultura debe enriquecer a la persona en todos los niveles. No obstante, cuando el laicado se compromete en el desarrollo cultural se enfrenta a varios desafíos.

En primer lugar hay que asegurar a todos y cada uno el derecho a una cultura humana y civil (derecho a escuela libre y abierta, libertad de acceso a medios de comunicación social, libertad de investigación, etcétera).

El segundo desafío se refiere al contenido de la propia cultura, para lo que se necesita una correcta antropología. Ninguna cultura tiene potestad de aplastar a otra. Los derechos de las naciones son también los derechos humanos. La nación tiene un derecho fundamental a la existencia, a la propia lengua y cultura, a modelar su vida según las propias tradiciones. Todas las personas estamos unidas mediante la ley natural, con independencia de nuestro origen cultural. De esa manera se puede afirmar que existen principios comunes sobre los que trabajar las relaciones fraternas.

Sin embargo, estos preceptos naturales no son percibidos por todos con la misma claridad e inmediatez. La sociabilidad humana requiere de un sano pluralismo social que debe impregnar a cada cultura.

Insiste la Iglesia en que uno de los aspectos más negativos de la cultura actual es el desarrollo de una «cultura del descarte». No solo existe la opresión y la explotación. Cuando una persona queda excluida del sistema ya no está debajo, en la periferia o sin poder, sino que está fuera. Los excluidos y excluidas no solo sufren de explotación sino que se convierten en desechos, sobrantes. Se globaliza la indiferencia ante este drama.

La globalización no debe ser un nuevo tipo de colonialismo. Debe respetar la diversidad de las culturas. La Iglesia Católica dice que, como en Pentecostés (Hch 2, 6), la familia humana está llamada a redescubrir su unidad y a reconocer la riqueza de sus diferencias para alcanzar en Cristo «la unidad completa».

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