El auténtico desarrollo humano posee un carácter moral y supone el pleno respeto a la persona humana, pero también debe prestar atención al mundo natural y tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordenado.
Los debates políticos y económicos se realizan desde la comodidad de un desarrollo y una calidad de vida que no están al alcance de la mayoría de la población mundial. Esta falta de contacto físico y de encuentro ignora parte de la realidad en análisis sesgados.
El desarrollo no debe ser entendido de manera exclusivamente económica, sino bajo una dimensión humana integral. Procurar el desarrollo de todas las personas responde a una exigencia de justicia a escala mundial, que pueda garantizar la paz planetaria y hacer posible la realización de un humanismo pleno.
Las estructuras de pecado (como leyes o instituciones injustas) interfieren en el proceso de desarrollo de los pueblos. El afán de ganancia y la sed de poder perpetúan las estructuras de pecado que se mantienen en el tiempo.
El orden social y su progresivo desarrollo deben subordinarse en todo momento al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario.
Toda la Iglesia, en su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral de las personas. El auténtico desarrollo de las personas concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones.