En el Antiguo Testamento se puede leer que Dios entrega la tierra a las personas y las invita a trabajarla y a custodiar la Creación. En esta tarea, la humanidad no debe ser despótica e irracional. Dominar la tierra quiere decir cuidar de ella.

El trabajo pertenece a la condición originaria de la persona. No es ni un castigo ni una maldición. El trabajo debe ser honrado porque es fuente de riqueza e instrumento eficaz contra la pobreza, pero no se debe ceder a la tentación de idolatrarlo.

Asimismo, la enseñanza bíblica añade el mandamiento del descanso sabático, de descansar un día a la semana (bíblicamente, incluso un año entero). El descanso abre a las personas a la perspectiva de una libertad más plena.

En el Nuevo Testamento Jesús santificó el trabajo y le otorgó un peculiar valor para la maduración humana. La Iglesia Católica enseña que mediante el trabajo, en unión con Cristo, las personas colaboran en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad.

Aunque el paso humano por el mundo tiene fecha de caducidad, la certitud de la muerte no exime de ninguna tarea histórica, mucho menos del trabajo. El trabajo es un deber.

El trabajo no es la única razón de vivir, pero sí que es parte integrante de la condición humana. Nadie debe sentirse con derecho a no trabajar y vivir a expensas de los demás.

San Pablo escribió a la comunidad cristiana que vivía en Tesalónica que «si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma» (2Ts 3, 10).

Se debe practicar una solidaridad que comparta los frutos del trabajo con quien se halla en necesidad.