En la raíz de las injusticias personales y sociales se halla una herida en lo más íntimo de la persona. A eso, a la luz de la fe, lo llamamos pecado.
Ese pecado puede referirse al pecado original que todo ser humano posee desde el nacimiento o bien al pecado que cada uno comete abusando de su propia libertad.
En cualquier caso, el pecado es un acto de separación de Dios. Alejarse de Dios implica también alejarse de sí mismo, de las demás personas y del mundo circundante.
Se puede hablar de pecado personal y de pecado social. Todo pecado es personal porque siempre es el acto de una persona, que hace uso de su libertad para realizar actos que lo acerquen o alejen de Dios.
Al mismo tiempo, todo pecado tiene un carácter social porque de un modo u otro genera consecuencias sobre otras personas. Ahora bien, esto no debe difuminar el hecho de que existe un elemento personal que lo inicia todo. En el fondo de toda situación de pecado se encuentra siempre la persona que peca.
Ejemplos de pecados sociales son los cometidos contra los derechos de la persona humana, la dignidad y el honor del prójimo o el bien común y sus exigencias. En definitiva, es social el pecado que se refiere a las relaciones entre las distintas comunidades humanas.
La doctrina del pecado original dice que este es universal. Al decir «no tenemos pecado» nos engañamos, especialmente si buscamos chivos expiatorios en los demás y justificaciones en el ambiente u otros lugares. Pero de igual manera también es universal la salvación en Jesucristo. Si se separan ambas universalidades se genera una falsa angustia por el pecado y una consideración pesimista del mundo y de la vida.
El realismo cristiano ve los abismos del pecado, pero lo hace a la luz de la esperanza.